La realidad se impone
En algún momento de la existencia de muchas personas, emerge la necesidad y el deseo, de ser madres y padres. La idea de serlo suele ser algo con lo que se cuenta, algo que se da por hecho que va a suceder. Sin embargo, en ocasiones, la vida da otra posibilidad, la “infertilidad”. Este encuentro con la realidad se vuelve un terrible desencuentro para las personas que desean tener hijos. Y un tránsito emocional, que, a partir de ese momento, se desarrollará como una alta montaña que superar, llena de incertidumbres, de esperas y muchas veces de desilusiones.
Desde el diagnóstico de infertilidad y la puesta en marcha de un tratamiento de “fertilidad”, las parejas entran en una situación de esperanza y desesperanza continua. Con cada intento la ilusión crece y con cada fracaso la esperanza disminuye. De repente, un proceso que sería ideal vivir con ilusión, conectados con el deseo y una hermosa fantasía de fututo, se transforma en algo de lo que protegerse, algo que duele. Se desarrolla durante el proceso una coraza protectora en la que se intenta eliminar la ilusión y la esperanza, racionalizando todo lo posible esta inesperada situación, en un intento de reducir el sufrimiento. Es un acto inteligente de protección que las parejas, que lo intentan repetidas veces, necesitan para gestionar la realidad. No obstante, la racionalización no resulta del todo eficaz y con cada nueva transferencia (momento en el cual se pone un embrión en el útero de la mujer) sin éxito, la desilusión, la desesperanza y un profundo cansancio lo ocupa todo.
Nueva mirada hacia el futuro
Durante todo este proceso una nueva perspectiva de futuro comienza a florecer, la mente y el cuerpo se empiezan a preparan para una nueva posibilidad vital, no tener hijos. En este momento la opción de una renuncia se vuelve un dolor y un alivio al mismo tiempo. Renunciar a la maternidad y a la paternidad, si puedes a travesar la pena, el vacío y la pérdida, también permite mirar hacia delante y ver qué otras posibilidades puede ofrecer la vida sin hijos. Esta es una elaboración emocional imprescindible para poder vivir el proceso con algo de sostén interior. Cada mujer y cada hombre, necesita hacer su duelo individual de esta nueva realidad. Y la pareja, como unidad, también tiene que asimilar la idea de vivir una vida sin cachorros humanos. Poder mirarse juntos en un futuro para ambos, en el que quepa esta nueva historia y en la que puedan proyectarse también felices y realizados, es esencial para poder transitar el camino que no termina con dejar de intentarlo.
Rendirse requiere de saber que periódicamente el deseo de ser padres y madres volverá y acompañará mucha parte de la vida. Algo en la biología se moviliza y pide ser revisado cada cierto tiempo, especialmente en las mujeres, según van pasando los años y en particular, cuando la menopausia aparece y es el propio cuerpo quien pone el límite final a la maternidad biológica. Una pena interior vivirá, tal vez siempre. Pero poder mirar hacia delante y ver las posibilidades que la vida ofrece, es un bálsamo necesario.
Desarrollo de la familia interna
En la elaboración de este difícil proceso hay algo muy sanador que regula y acompaña íntimamente nuestro interior.
Nuestra personalidad es un entramado complejo de múltiples partes de nosotros mismos que viven en nuestro sistema emocional, que tienen distintas edades, están llenos de cosas por contar y terminar de gestionar. Explorar todas estas partes de nosotras y nosotros mismos que están pendientes de ser atendidas en sus historias inacabadas, se convierte en un proceso que nos lleva a la conexión profunda, y en el que, como adultos, se conectan la coherencia, el respeto y el cuidado, permitiendo ser madres y padres de todas nuestras partes internas. Este proceso desarrolla la habilidad de mirar compasivamente nuestro interior, nuestro sufrimiento y acompañar a los bebés, a las niñas y niños, a las adolescentes y jóvenes adultos que fuimos, en el tránsito de encontrar un lugar de amor y acogimiento en nuestro interior, dándonos la posibilidad de sentirnos más integrados y conectados. Este proceso puede ser de gran ayuda en la enorme tarea de acompañarnos durante la vida en la pérdida de la identidad como madres y padres, y en el abrazo del deseo que emerge como una burbuja en el agua, llena de aire y esperanza, que necesariamente hay que transformar y dejar ir.